lunes, 20 de enero de 2014

Día ocho

Hoy estoy tan cansado que no se si algo de lo que pondré aquí tendrá sentido. Ha amanecido una mañana despejada y gélida, en la que además el viento del norte soplaba con fuerza. En un principio había optado por hacer una ruta no muy complicada que había visto desde una de las montañas en las que estuve la semana pasada, pero al ver que la cima de la montaña que está en frente del camping (la cual aun no había conseguido coronar del todo) estaba cubierta de nieve, no he podido resistirme. Tras un ascenso sencillo pero cansado llegue arriba, donde me encontré con unas torres de comunicaciones y una especie de cubo de hormigón que decía que ese era un vértice geodésico. No tengo ni idea de lo que es eso, pero como estaba en el punto más alto, me he hecho una foto al lado y me he imaginado que señalaba la cima.

Arriba el viento soplaba con una furia que yo jamás había visto. Ponerse de frente resultaba casi doloroso. Tras estar allí un rato, decidí darle un poco de gracia al asunto y bajar por la ladera norte, la cual aparte de estar cubierta por casi un palmo de nieve de nieve, era una sucesión de cuestas empinadas, rocas sueltas y resbaladizas y un barro aun más resbaladizo. Después la cosa cambió un poco, y la nieve fue sustituida por un tapiz denso de jaras y ramas secas. No sé cuánto tiempo estuve bajando, pero fue mucho.

Pese a todo, la montaña tiene algo que resulta adictivo. Cada día quiero estar más tiempo, ir por sitios más complicados. Quiero empezar a hacer ascensos de verdad, subir picos de los que estar realmente orgulloso. En la montaña todo es distinto, se siente distinto. Es como una metáfora de uno mismo, un pequeño viaje al interior. Un viaje iniciático donde te descubres a ti mismo.


Hoy voy a dormir como un bendito enano.






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